¿POR QUÉ PERMANECEMOS EN LA PROVINCIA? Por Martin Heidegger
En una abrupta cuesta de un amplio y alto valle de la Selva
Negra se levanta un pequeño refugio de esquiadores a 1.150 m. de altura sobre
el nivel del mar. Su planta mide de 6 a 7 m. El bajo techo recubre tres
cuartos: la cocina, el dormitorio y un gabinete de estudio. En el estrecho
fondo del valle y en la ladera opuesta, igualmente abrupta, yacen dispersos los
cortijos de los campesinos, ampliamente emplazados, con el gran techo que pende
sobre ellos. Cuesta arriba se extienden las praderas y las dehesas hasta el
bosque con sus viejos, enhiestos y oscuros abetos. Todo lo domina un claro
cielo soleado en cuyo resplandeciente espacio dos azores se elevan trazando
círculos.
Este es mi mundo de trabajo visto con los ojos mirones del
huésped o del veraneante. Yo mismo nunca miro realmente el paisaje. Siento su
transformación continua, de día y de noche, en el gran ir y venir de las
estaciones. La pesadez de la montaña y la dureza de la roca primitiva, el
contenido crecer de los abetos, la gala luminosa y sencilla de los prados
florecientes, el murmullo del arroyo de la montaña en la vasta noche del otoño,
la austera sencillez de los llanos totalmente recubiertos de nieve, todo esto
se apiña y se agolpa y vibra allá arriba a través de la existencia diaria. Y,
nuevamente, esto no ocurre en los instantes deseados de una sumersión gozosa o
de una compenetración artificial, sino, solamente, cuando la propia existencia
se encuentra en su trabajo. Sólo el trabajo abre el ámbito de la realidad de la
montaña. La marcha del trabajo permanece hundida en el acontecer del paisaje.
Cuando en la profunda noche del invierno una bronca tormenta
de nieve brama sacudiéndose en torno del albergue y oscurece y oculta todo,
entonces es la hora propicia de la filosofía. Su preguntar debe entonces
tornarse sencillo y esencial. La elaboración de cada pensamiento no puede ser
sino ardua y severa. El esfuerzo por acuñar las palabras se parece a la
resistencia de los enhiestos abetos contra la tormenta.
Y el trabajo filosófico no transcurre cual la apartada
ocupación de un extravagante, sino que tiene una íntima relación con el trabajo
de los campesinos. Mi trabajo se asemeja al del joven campesino cuando sube la
pendiente remolcando el trineo de montaña y luego, una vez bien cargado con
leños de aya, lo dirige a su cortijo en peligroso descenso; al del pastor
cuando con su andar lentamente meditabundo arrea su ganado pendiente arriba; al
del campesino cuando en su cuarto dispone en forma adecuada las innumerables
tablillas para su techo. Allí arraiga su inmediata pertenencia a los
campesinos.
El hombre de la ciudad piensa que “se mezcla con el pueblo”
tan pronto condesciende a entablar una larga conversación con un campesino. Por
las tardes, cuando durante la pausa del trabajo me siento con los campesinos en
torno de la estufa o en la mesa junto del rincón donde está la imagen del
Señor, casi nunca hablamos. En silencio fumamos nuestras pipas. Entretanto
quizá cruza una palabra. Que el trabajo se termina en el bosque, que en la
noche anterior se metió una marta en el gallinero, que posiblemente mañana una
vaca parirá, que el campesino Oehmi ha tenido un ataque, que el tiempo pronto
“se muda”. La íntima pertenencia del propio trabajo a la Selva Negra y sus
moradores viene de un centenario arraigo suabo-alemán a la tierra que nada
puede reemplazar.
Al hombre de la ciudad una estadía en el campo, como se
dice, a lo más lo “estimula”. Pero la totalidad de mi trabajo está sostenida y
guiada por el mundo de estas montañas y sus campesinos. Ahora, mi trabajo allá
arriba se ve interrumpido a menudo por largo tiempo debido a gestiones, viajes
para dictar conferencias, discusiones y la actividad docente aquí abajo. Pero
tan pronto retorno arriba se aglomera, ya desde las primeras horas de estadía
en el albergue, todo el mundo de las antiguas preguntas y, por cierto, en el
mismo cuño con que las dejé. Sencillamente soy trasladado al ritmo propio del
trabajo y, en el fondo, no domino en ningún caso su ley oculta. Los hombres de
la ciudad se maravillan a menudo de este largo y monótono quedarse solo entre
los campesinos y las montañas. Sin embargo, esto no es ningún mero
quedarse solo; pero sí soledad. En verdad en las grandes ciudades el hombre
puede quedarse solo como apenas le es posible en cualquier otra parte. Pero
allí nunca puede estar a solas. Pues la auténtica soledad tiene la fuerza
primigenia que no nos aísla, sino que arroja la existencia humana total en la
extensa vecindad de todas las cosas.
Es posible convertirse fuera en una “celebridad” en un
santiamén mediante los periódicos y revistas. Este es siempre, por cierto, el
camino más seguro por el que el querer más auténtico sucumbe al malentendido y
llega al olvido profunda y rápidamente.
Por el contrario, la memoria campesina tiene su fidelidad
sencilla, segura e incesable. Hace poco le llegó la hora de la muerte a una
campesina allá arriba. Ella conversaba conmigo a menudo y de buena gana, y me
enseñaba viejas historias del pueblo. En su lenguaje enérgico y lleno de
imágenes conservaba todavía muchas palabras viejas y diversas sentencias que
habían llegado a ser ininteligibles para los actuales jóvenes del pueblo y,
así, han desaparecido del lenguaje vivo. Todavía en el año pasado, cuando yo
vivía solo semanas enteras en el refugio, esta campesina, con sus 83 años,
subía a menudo la abrupta cuesta que conduce a él. Quería ver, como decía, si
yo todavía estaba allí y si no me había robado de improviso “algún duende”. La
noche que murió la pasó conversando con sus parientes y, hora y media antes de
su fin, envió todavía un saludo al “señor profesor”. Tal recuerdo vale
incomparablemente más que el más hábil “reportaje” de un periódico de
circulación mundial sobre mí pretendida filosofía.
El mundo de la ciudad está en peligro de sucumbir a una
falsa creencia corruptora. Una impertinencia muy ruidosa y muy activa y muy
delicada parece, a menudo, preocuparse por el mundo y la existencia del
campesino. Pero con ello se niega precisamente lo que ahora sólo hace falta:
mantener la distancia de la existencia campesina; abandonarla -ahora más que
nunca- a su propia ley; ¡fuera las manos!; para no arrastrarla en una falsa
habladuría de literatos sobre lo popular y amor a la tierra. El campesino ni
quiere ni necesita en ningún caso esta exagerada amabilidad ciudadana. Lo que
ciertamente necesita y quiere es el tacto reservado respecto a su propio ser y
a su independencia. Pero muchos de los procedentes de la gran ciudad y de los
transeúntes -y no en último término los esquiadores- se comportan a menudo en
el pueblo o en la casa del campesino como si se “divirtieran” en sus salones de
recreo de la gran ciudad. Tal ajetreo destruye en una noche más de lo que puede
fomentar jamás un adecenamiento científico de varios decenios sobre lo popular
y las costumbres y usos del pueblo.
Dejemos toda intimación condescendiente y todo falso culto
de lo popular; aprendamos a tomar en serio allá arriba aquella existencia
sencilla y dura. Sólo entonces nos podrá volver a decir algo.
Hace poco recibí la segunda llamada a la Universidad de
Berlín. En una ocasión semejante me retiro de la ciudad a mi refugio. Escucho
lo que dicen las montañas, los bosques y los cortijos. En esto vengo a donde mi
viejo amigo, un campesino de 73 años. En los periódicos ha leído sobre el
llamado a Berlín. ¿Qué irá a decir? Lentamente desliza la segura mirada de sus
claros ojos en los míos, mantiene los labios fuertemente apretados, me coloca
su mano fielmente circunspecta sobre el hombro y sacude su cabeza en forma
apenas perceptible. Esto quiere decir: ¡irrevocablemente no!
Idoia
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